EL CONTEXTO DE LA EDUCACIÓN RURAL
Óscar Iván Quintero Castrillón
Nadie puede vivir sin la tierra. De ella provienen los alimentos que todas las especies de seres vivos necesitan para subsistir. Por tanto, sería fácil concluir que los trabajos que tengan que ver con el campo serían los más apetecidos o, por lo menos, los más valorados. Ni una cosa ni la otra parecen acontecer con el campo colombiano. Cuando un profesor se enfrenta a la educación rural, encuentra en su población a gente humilde, trabajadora, muy valiosa; pero sumisa y desorganizada. Desde hace un buen tiempo, ante el avance tecnocrático, han tomado fuerza profesiones que buscan transformar el mundo, obteniendo todo el beneficio que sea posible, llegando al punto de asfixiar –literalmente hablando- al planeta. Estas profesiones son vistas, por un mundo que es utilitarista, como las más valiosas, ya que dan a las personas un estatus económico y social cuyo deseo de reconocimiento no puede dejar escapar. El gobierno, que tiene esa misma visión del mundo –utilitarista- y que anhela el mismo reconocimiento, apoya de manera incondicional a quienes ingresen a las universidades para estudiar carreras técnicas y tecnológicas, especialmente, ya que de esta manera perfeccionará su modelo tecnocrático del país. De tal manera, el campesino y las profesiones que se le relacionan con el campo no son vistas ni apoyadas como otras que sirven mejor al modelo de país que se busca en la actualidad.
Es así como el campesino, embebido por la realidad, y ante la pobreza y la miseria que se vive en el campo, pide a sus hijos que estudien, para que no sean campesinos como él. Su mentalidad, acuciada por la pobreza, por los medios de comunicación, y por el casi nulo apoyo gubernamental, comienza a desilusionarse de la tierra que ha sido el sustento de su familia a través de varias generaciones, y empieza una migración desesperada: el abandono del campo en el cual ya no cree. Por eso, no es raro ver cómo las escuelas urbanas cada vez son más pobladas, mientras en las escuelas rurales sucede todo lo contrario. Además, los jóvenes rurales crecen con un desarraigo profundo, no sólo de sus tradiciones y valores campesinos, sino que –lo que es más preocupante- han perdido el amor por la tierra, este misterioso mineral que es sustento y hogar milagroso de cada ser vivo, y sin el cual, la vida humana no sería posible. Parece que la humanidad ha invertido sus valores.
Como docente de una escuela rural y como admirador de la vida campesina y de la tierra como elemento milagroso, no puedo evitar mi preocupación ante tal situación. Pienso que el estado y la sociedad en general, deben volcar su mirada hacia el campesinado colombiano. Como educadores, no podemos sembrar en los jóvenes campesinos la idea de emigrar a las ciudades detrás de ideales que no existen y que sólo siembran miseria y desolación emocional. Su arraigo debe ser con la tierra, con sus valores, con su cultura. ¿Deben las personas abandonar el campo en busca del éxito y la felicidad? ¿Acaso en el campo no puede crearse un proyecto de vida exitoso y lleno de felicidad? No estoy diciendo que un joven campesino no pueda ser médico, ingeniero o arquitecto, sino que ante una realidad tan injusta con el campo y dándole la importancia que merece, son ellos los llamados a defenderlo y a prepararse, a través de la educación, para afrontar los retos que el campo ofrece desde todos los ámbitos; así, desde la política, el periodismo, la medicina, el derecho, la agronomía –desde todas las profesiones- el joven campesino debe tener claro quién es y para donde va, mirando al frente, con la frente en alto, pero con el corazón enraizado en su casa, en su hogar: la tierra. Sin embargo –aclaro- ésta es una necesidad y un deber humanos, no sólo campesinos.
Óscar Iván Quintero Castrillón
oivanqc@gmail.com
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